EXISTE UNA HISTORIA que se ha transmitido de generación en generación, como un vino añejo o un secreto familiar. Una historia que hunde sus raíces en la rica tradición de nuestra cultura y que narra cómo las carnes asadas solían ser, realmente, carne asada.
En aquellos días, la carne se adquiría en la carnicería local, un lugar donde el carnicero conocía a cada cliente por su nombre y sabía qué tipo de carne preferían. Se pedía de la forma más sencilla posible: “carne para asar”. No había necesidad de detalles extravagantes como el grosor en pulgadas o la certificación de origen. La carne era simplemente eso, carne.

En aquel entonces, no se usaban técnicas de suavizado de la carne con enzimas como la papayina u otras similares. La carne, en su estado más puro, no era maridada ni bañada en rubs o aderezos complicados. Todo lo que se necesitaba era un poco de sal y limón. El sabor predominante era el de la carne misma, su esencia resaltada por la simplicidad de los condimentos.
Después de la sazón, la carne se colocaba al fuego. El asador no era un artefacto sofisticado con tapa ni tampoco cerámico. Era un asador de material, una estructura sencilla que hacía su trabajo sin lujos. Usualmente, este se ubicaba en el fondo del jardín, cerca de un naranjo. La fragancia de las flores de naranjo se mezclaba con el aroma de la carne asada, creando una atmósfera única e inolvidable.
El asador era una máquina de guerra en la cocina, con su parrilla retorcida por el calor de innumerables sesiones de asado. El fuego era siempre abundante, creando una danza de chispas y llamas que iluminaba el ambiente nocturno. No había termómetros para controlar la temperatura interna de la carne. El tiempo se medía de una manera más humana, más tradicional. Cuando el corrido que sonaba en la radio llegaba a su fin, sabías que era el momento de voltear la carne.
Una vez lista, la carne se cortaba en una tabla, un ritual que todos observaban con anticipación. Cada persona se armaba sus propios tacos, no había reglas ni formalidades, solo el gozo de la comida hecha en casa. La salsa, hecha en el lugar con tomates frescos y chiles, se agregaba generosamente. Para completar el sabor, se recogía un poco de cebolla asada con limón y, si tenías suerte, podías agregar una rebanada de aguacate.
La experiencia no era solo sobre la comida. Era un acontecimiento social, con todos congregados alrededor del asador, esperando el próximo pedazo de carne. No había “cortes” como tal, solo pedazos de carne que continuaban la confección de más tacos mientras las conversaciones, risas y anécdotas llenaban el aire.
Limpiar los dedos era una tarea que recaía en el fiel pantalón de mezclilla. No se trataba de delicadeza sino de disfrutar la comida al máximo. No se conocían los quesos gourmet como el Brie o los champiñones Portobello, tampoco había salsas artesanales de mango o piña. La mera idea de un pay de manzana con frutos rojos era algo impensable.
El corazón de estas reuniones residía en tres componentes esenciales: la carne asada, los corridos y canciones que caracterizan a nuestra gente y, por supuesto, la presencia de buenos amigos y mucha cerveza. En aquellos tiempos, la música de nuestra tierra, a menudo denominada “agropecuaria” por los ajenos a nuestra cultura, formaba la banda sonora de estos eventos, creando un ambiente auténtico y lleno de sabor local.
Y, después de todo, la esencia de aquellos días no era solo la carne asada, sino la camaradería y la convivencia, el compartir experiencias, anécdotas y risas alrededor de un fuego y de un platillo tradicional. Eran días de sencillez, donde el placer de la comida no estaba en la sofisticación sino en la autenticidad y la tradición.
A veces, en la quietud de la noche, recuerdo aquellos tiempos y aquellos sabores con un cariño especial. Esos días de carnes asadas en el jardín, bajo la sombra del naranjo, con el corrido resonando en el aire y el sabor de la carne fresca en el paladar. Esas son las carnes asadas que, con frecuencia, mucho frecuencia, extraño.
Por Chihuahua Es Cultura
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