Colaboración: Omar Villanueva
Recientemente, le pedí a una inteligencia artificial que me mostrara la imagen de un “típico chihuahuense” y un “típico juarense”. El resultado fue tan impactante como revelador. Las imágenes generadas –cada una cargada de estereotipos visuales, de prejuicios codificados y narrativas invisibles– me hicieron reflexionar: ¿de dónde viene esta división? ¿Por qué hay tanto odio entre dos regiones que, al final, comparten más historia y sangre de lo que parecen querer aceptar?
La rivalidad entre Chihuahua capital y Ciudad Juárez no es nueva. Algunos la atribuyen a diferencias económicas, otros a contrastes culturales, sociales o incluso políticos. En la percepción popular, se han creado figuras extremas: el “fifí” de la capital frente al “fronterizo bronco”; el conservador contra el rebelde; el centro contra la orilla. Son imágenes que, aunque exageradas, terminan alimentando la desconfianza mutua.
Lo más inquietante es que estas divisiones no son espontáneas. Son el reflejo de años de discursos regionalistas, de políticas que marginan o privilegian, de medios que reproducen clichés sin reflexión. Y ahora, con el auge de herramientas como la inteligencia artificial, estas ideas no solo se replican, sino que se consolidan visualmente. La IA no crea prejuicios, pero los aprende. Y lo que aprendió sobre Chihuahua y Juárez es un espejo incómodo de nuestra realidad.
Tal vez el problema no está en las imágenes generadas, sino en lo que nosotros proyectamos en ellas. El odio, como el amor, no nace de la nada. Se cultiva, se hereda, se normaliza. Pero también puede desmontarse. Reconocer que la división entre un “típico chihuahuense” y un “típico juarense” es artificial –y profundamente dañina– es el primer paso para construir puentes donde hoy solo hay muros invisibles.
La tecnología nos está mostrando con crudeza lo que muchas veces negamos: que seguimos atrapados en narrativas simplistas y excluyentes. Tal vez sea momento de reescribir esas historias. De dejar de preguntarle a la IA cómo luce un juarense o un chihuahuense, y empezar a preguntarnos por qué seguimos creyendo que hay una sola manera válida de serlo.