¿CONOCE USTED A SALINAS?

Durante la rebelión de Francisco Murguía, entre los sesenta hombres que lo acompañaban, en busca de adeptos para luchar contra el gobierno de Álvaro Obregón, se encontraban Alberto y Leopoldo Salinas Carranza.


Alberto Salinas narró a Francisco L. Urquizo la aventura que vivió al lado de Murguía cuando fueron tomados por sorpresa en el jagüey del Huarache, estado de Coahuila, por las fuerzas federales que les seguían desde días antes.


Durante los primeros días de octubre de 1922, la pequeña columna avanzaba lentamente, sedientos y cansados, decidieron acampar junto a las refrescantes aguas del jagüey del Huarache, pensando que si sus perseguidores se aproximaban serían avistados fácilmente.

“Mi hermano Leopoldo y yo buscamos el mejor lugar cubierto de pasto para descansar, pensaba en mi madre, en mi esposa, en mis hijos, abandonados por el afán mío de aquella aventura audaz y terrible”.


“¡Que feliz era Polo mi hermano en aquel momento!, súbitamente me asaltó un terrible remordimiento por haberlo arrastrado a que me siguiera en aquella lucha.¡Tan joven como era!, casi un niño todavía…”

Repentinamente fueron despertados por unas voces, el general Murguía dio órdenes de ensillar los caballos, el coronel Alberto Salinas apenas pudo tomar el rifle de su montura cuando el enemigo rompió fuego, Salinas corrió en busca de sus compañeros disparando su arma hacia los fogonazos visibles en la obscuridad.

Con sorpresa advirtió que sus compañeros habían escapado, corrió, desesperado y lleno de miedo, buscando salvar su vida, en el camino se encontró con su hermano y otros dos de sus hombres, agotados de tanto correr, con sus perseguidores cada vez más cerca, se toparon con un barranco, sin medir consecuencias se deslizaron al fondo con desesperación. En el fondo había una serie de grietas, de inmediato buscaron las más amplias para introducir sus cuerpos hasta donde fuera posible.

“No pude avanzar mucho en la grieta porque se cerraba demasiado, arriba, el enemigo pasó encarrerado.


Hubo un momento de silencio, parecía que todo había acabado ya, ¡de pronto! sonó un disparo de fusil y casi simultáneamente un enérgico ¿Quien vive?.


Después, oí un lamento, una voz llena de dolor y el ruido de un jinete al desmontar, Una conversación breve, de la cual percibí solo murmullos. El jinete volvió a montar y los pasos de su caballo se perdieron.


Me sucedió entonces algo increíble. En mi vida de soldado, de revolucionario, de asilado de hospital, había visto morir a mucha gente, había oído los lamentos desgarradores, las quejas largas y apagadas de los agonizantes y mi corazón endurecido jamás sentía ninguna impresión; pero aquella noche inolvidable del 5 de octubre de 1922, que aún me atenaza con su recuerdo y durará en mi memoria hasta mi muerte, los lamentos de aquel hombre se me clavaban en el corazón. Aquel grito de dolor podía más que yo, era algo poderoso y amargo.


Por más esfuerzos que yo hacía no podía reconocer aquella voz sin embargo, tenía la impresión de que era Cortina, a quien le había prestado mi reloj para que hiciera la guardia la noche anterior.


Creía volverme loco. No tenía en mi mente más que una sola idea; no percibían mis oídos más que un solo rumor, el quejido inacabable y lleno de angustia del desdichado que se moría allá arriba.
“Quise sobreponerme y prestar algún auxilio al que sufría. Hasta llegue a dar unos pasos fuera de mi escondite, pero no pude, no me vencía a mi mismo.


Cuando arreció el frío de la madrugada y la luz del día comenzó a romper las densas tinieblas de la noche, el quejido se hizo muy débil, la vida se extinguía en aquel infeliz. A poco sólo percibía ya su respiración fatigada que se acababa paulatinamente y después nada. Había muerto.


Ya en pleno día salí de mi escondite, llame a cada uno de mis compañeros por su nombre con toda las fuerzas de mis pulmones y nadie me contestó. Sólo me di cuenta que el enemigo estaba acampado a corta distancia, instantes después un grupo de infantes se dirigía hacia mí.


Caí prisionero con tropas del 30 regimiento que mandaba el general José Gonzalo Escobar, uno de mis aprehensores me preguntó:


-¿Conoce usted a Salinas?
-¡Ya lo creo que lo conozco! -le contesté sonriendo.
-Pues entonces ayúdenos a reconocerlo. Aquí está…
Y apuntó en dirección a donde yo había oído los lamentos la noche anterior”.

¡Era mi hermano!

“No recuerdo más de cuanto pasó. Nada me importaba ya entonces, ni aun mi propia vida, como tampoco me importa ahora.
Desde aquella noche del 5 de octubre de 1922, la sombra de mi hermano ocupa mi mente toda, me sigue sin cesar, y al recordar su heroísmo me siento indigno.

Él sabía dónde estaba yo oculto y no me quiso hablar para no delatarme, para que no acudiera en su auxilio y así pudiera yo escapar. ¡Cuánto debe haber sufrido! Morir de aquel modo, sin auxilio alguno de una mano que lo acariciara, sin una palabra de aliento; sin la mirada consoladora de mi madre; en el suelo vil como un perro…


Y yo aquí condenado a vivir con el lacerante recuerdo de su agonía tremenda de toda una noche interminable…”

Relato publicado en: Urquizo, Francisco L.,El primer crimen. 20 tragedias en tono menor, Editorial Cultura, 1933, México.