Timothy Treadwell tenía 46 años, era un apasionado por los osos grises y pasaba largas temporadas viviendo entre ellos. La costumbre hizo que dejara a un lado las medidas de seguridad más elementales. El 5 de octubre de 2003 acampaba en el Parque Nacional Katmai de Alaska junto a su novia Amie Huguenard cuando un hambriento grizzly los sorprendió. Qué dice el audio del ataque.
la lona de la carpa y los aterradores gruñidos de un oso que está arrastrando a su novio desde la puerta de la tienda hacia la espesa vegetación. Es una noche brumosa y cerrada. Timothy Treadwell (46) también grita desesperado. Sabe que el enorme animal se lo lleva para alimentarse. El oso tiene atrapada su cabeza entre sus mandíbulas. Timothy siente su aliento y su jadeo. En breve lo va a devorar. Amie se da cuenta de que su consejo para que Timothy se haga el muerto, no ha funcionado. Ahora le grita que pelee con fuerza por su vida. Ella, valiente, golpea al oso con una sartén, pero no consigue nada. El animal, enseguida, regresa por ella.
En 360 segundos todo ha terminado y el silencio vuelve a reinar en el Parque Nacional Katmai, en el sureste de Alaska, Estados Unidos.
El gran oso está comiendo. Se prepara para pasar el crudo invierno.
Crónica de un fanatismo
El ecologista autodidacta y documentalista norteamericano Timothy Treadwell llevaba trece temporadas acampando en el mismo parque nacional. Sentía que ya dominaba por completo la zona. Conocía a los feroces osos grizzly (osos grises, una subespecie de los osos pardos que pueden superar los 500 kilos de peso y que erguidos llegan a medir casi 3 metros) y se sentía “amigo” de ellos. Con el tiempo, los empezó a identificar y hasta les puso nombres como Cupcake, Mr Chocolate o Goodbear. Año a año había comenzado a confiar más en sus habilidades dentro de la naturaleza y en la relación con estos animales salvajes. Cada vez obtenía mejores filmaciones. Jugando con sus crías, alimentándose y cazando salmones en el río. Timothy se acercaba más y más. Durante las tres últimas temporadas, compartir esto con su novia Amie Huguenard había empezado a ser otra costumbre en su vida. Ella tuvo que vencer antes los miedos que le inspiraban esas criaturas. Cuando lo logró, comenzó a acompañarlo. Jamás pensó que ese maravilloso verano del 2003 terminaría con ellos despedazados dentro del estómago de uno de esos osos gigantes.
El sonido de la muerte
Van gritando los nombres de la pareja. Si el que está muerto es Timothy, puede ser que Amie aún esté viva. La visibilidad es pobre y la vegetación muy alta. Cuando ya están cerca, advierten que de una pila de restos y ramas sobresalen unos dedos. Un gran oso está sentado encima y engullendo.
El animal los ve, pero no se espanta con los gritos. En otro rincón, como escondido para ser comido más tarde, encuentran a Amie. Su rostro parece dormido, pero es todo lo que hay de ella. La cara. El oso está visiblemente agresivo. Los rangers disparan. Ellis aprieta el gatillo once veces; los otros dos, cinco veces cada uno.
El oso furioso y erguido llega casi a los tres metros de altura, pero la lluvia de balas consigue tumbarlo. Aparece otro oso más pequeño y también le disparan.
Disipado el peligro inmediato, avanzan unos metros más y llegan al campamento. Las dos carpas están destrozadas. Hay cosas tiradas por todos lados. Comida sin tocar, los zapatos prolijamente alineados en lo que había sido la entrada de la tienda. Unos metros más allá está la cabeza de Timothy todavía unida a un pedazo de su columna vertebral. Al lado, su brazo derecho tiene en su muñeca el reloj imperturbable que sigue marcando la hora.
Los pocos restos humanos son puestos en bolsas de plástico y enviados a los peritos. También los del oso van a ser estudiados bajo la dirección del biólogo Larry Van Daele. La necropsia del llamado “oso 141″ es clara: en su estómago hallan retazos humanos y ropa desgarrada. Calculan que el animal habría tenido unos 28 años.
Los médicos forenses quedaron impactados por lo poco que recobraron de los cuerpos y por el video con el que compaginaron los hechos. Uno reconoció, en un documental, que escucharlo le puso los pelos de punta. Entre las cosas que las autoridades recogieron en el campamento atacado encontraron los diarios de las víctimas y una cámara de video con la tapa puesta sobre su lente.
Ahí había un testimonio auditivo, sin imágenes, del horror. Eran los seis minutos de audio finales.
La banda sonora de una muerte brutal.