Ilustración: David Peón

La muerte es dura y cruel. Por fortuna siempre termina. Concluir, para quien fenece, significa punto final. La muerte es un problema para los vivos, no para quien deja de existir. Idea lógica y obvia la previa, no siempre comprendida. Suena atractivo esterilizar la muerte. Parecería una manda o un mantra del mundo contemporáneo. 

Dolor, sufrimiento y desesperanza tienen límites. Cuando éstos rebasan las certezas de vivir y sepultan alegrías, deseos y libido, el adiós sin retorno es bienvenido. Imposible agazaparse. El tiempo siempre corre: cuando se decreta el final de la vida de un amigo, una esposa, un hijo o un amante, otra vida empieza. Quienes permanecen inician un periplo diferente: siguen los días, las semanas, los meses. Continúan el tiempo, las calles, la tienda de la esquina, el puesto de periódicos. Lo externo no cambia. Lo interno, el alma, duele. La realidad de la ausencia siempre golpea. Lo mismo sucede con el vacío: difícil llenarlo.Ilustración: David Peón

Tras el deceso de los seres queridos, una suerte de intemperie anímica emerge: las cosas, los rostros y los parques, parlantes o mudos, hablan o callan de otra forma. Vivir y aceptar la muerte de los seres queridos lleva tiempo. En un principio, la profundidad de la ausencia dicta, manda. Con el tiempo, el dolor amaina. En ocasiones el sinsabor de la ausencia desaparece; en cambio, cuando el ser amado fue asesinado o pertenece al rubro desaparecido, la melancolía impide cerrar las heridas. 

En Suicidio (Debate, 2021)libro coordinado por quien escribe, Laura Emilia Pacheco afirma en “Cabra de dos cabezas”luminoso ensayo: “La tristeza castiga con el desamparo. La felicidad premia con la pertenencia. Los felices pertenecen y se pertenecen. Los desdichados, en cambio, invariablemente habitan una soledad árida y letal”. Adaptarse al ritmo de la alegría es sencillo. Pocas preguntas y escasas inquietudes se apersonan cuando la “[…] felicidad premia con la pertenencia”. Tras la pérdida de los seres queridos, el desasosiego emerge y lleva al doliente a caminos otrora insospechados. En Occidente, la muerte no forma parte de la vida. Esa empresa nunca cambiará. La visión judeocristiana no ayuda. No sólo no incorpora, como debería ser, a la vida el final, sino que en ocasiones castiga a los deudos. Les exige sumisión y entregarse a Dios. Los ministros religiosos buscan convertir el deceso del ser querido en expiación. Manipular es la meta.

Me gusta el mundo de la resiliencia. Durante la infancia, en casa, en la escuela, mucho se absorbe. Las enseñanzas primigenias cobran vida conforme avanza el tiempo. Crecí en una casa tapizada por resiliencia. Hijo de padres exiliados por el nazismo; mi madre hizo de su vida muchas vidas. Fue, en toda la extensión del fenómeno, resiliente. Convivir con personas dotadas de esa capacidad ilumina y facilita entender el final. Las sociedades ricas son “antirresilientes”; impiden profundizar, impiden entender. El miedo es una constante. No existe el término “antirresiliente”; vale la pena, considero, cavilar al respecto.

En Zarabanda con perros amarillos (Editorial Colibrí, 2002), Vicente Quirarte escribe una elegía para despedir a su hermano. Decir adiós, “desde adentro”, es un gran paliativo. El canto XXVII es una suerte de exégesis: El precipicio / es la última terraza para el cielo. / Aquí termina el mundo. Aquí comienza. / La pisada puede elegir entre dos vías: / el peligroso vino de la vida / o el láudano rojo de la muerte / que aquí viste de blanco.

La muerte nunca se cansa. La muerte de nuestros otros requiere palabras. Aceptar y vivir la pérdida duele. Transformarla en un sendero nuevo, distinto, es factible.

Tomada de Nexos.