Gano 55.000 dólares al año y estoy más arruinado que mi abuelo de 75 años. Para escapar de mi apartamento estudio de 1.800 dólares al mes, tuve que mudarme al sótano de su casa.
Este no era el plan.
El plan era un loft en el centro, happy hours y una vida social vibrante financiada por mi nuevo título en marketing. En cambio, estoy en un suburbio de Ohio, durmiendo en un sofá cama de los años 80 en una habitación que huele a madera de cedro y naftalina.
“Es solo temporal”, me dije a mí mismo, agarrando mi café helado artesanal mientras cargaba la última caja.
“¿Eso cuesta cinco dólares?”, preguntó el abuelo Frank desde la puerta. Sostenía una taza humeante de café instantáneo negro que parecía lo suficientemente espeso como para pavimentar una carretera.
“Cuesta 7,50 dólares, abuelo”, lo corregí. “Y es un pequeño lujo. Trabajé duro para conseguir este trabajo. Me merezco un capricho”.
Frank solo gruñó. “Te ‘mereces’ pagar esa deuda estudiantil de 40.000 dólares de la que tanto te quejas. Yo solo bebo café. Tú te bebes la cuota del coche”.
Vivir con Frank era como vivir con un fantasma de un libro de historia. Un libro de historia muy crítico.
Su casa era un museo de la austeridad. Solo había un televisor: una pequeña caja ruidosa que tenía desde que mi padre estaba en el instituto. Recibía tres canales con una antena. Yo tenía suscripciones a cuatro servicios de streaming diferentes en mi portátil, que pagaba “navegando” más que viendo realmente.
“¿Por qué pagas por todos esos programas?”, preguntó una noche, entrecerrando los ojos hacia mi pantalla.
“Es cuestión de elección, abuelo. Opciones”.
“Parece una pérdida de tiempo”, dijo, volviendo su atención a las noticias locales.
El verdadero punto de conflicto era la comida. El viernes, después de una semana agotadora de hojas de cálculo, estaba exhausto. No quería cocinar. Quería algo práctico. Abrí mi aplicación de entrega de comida favorita y pedí una hamburguesa artesanal de 28 dólares.
Cuando llegó el repartidor, Frank estaba en el porche. Me miró coger la bolsa como si acabara de cometer un delito grave. Esa noche, estaba comiendo lo que él llamaba “Cazuela de lo que sobró”, que parecía ser restos de salchichas, algunas judías y media cebolla, todo horneado. Tenía un aspecto horrible. Probablemente costó 2 dólares.
“Qué bien, ¿eh?”, murmuró, sirviéndose la masa marrón en el plato. “Comiendo como un rey”.
“¡Es solo una hamburguesa, Frank!”, espeté, con el estrés de los pagos de mi préstamo a punto de estallar. “¡La economía está fatal! La inflación es una locura. Ni siquiera puedo pagar el alquiler. ¡Ustedes lo tuvieron fácil! ¡Compraron toda esta casa con un solo sueldo!”
Frank dejó el tenedor. Era la primera vez que lo veía realmente enfadado.
“¿Fácil?”, dijo, con la voz peligrosamente baja. “Empecé en la acería a los 18 años. Trabajaba turnos de 12 horas, seis días a la semana. Cuando la inflación era del 10% en los 80, mi hipoteca era del 14%. Yo no comía nada ‘artesanal’. Comía un sándwich de mortadela. Todos. Los. Días.”
Señaló mi portátil. “Tienes un teléfono de 1200 dólares. Mi teléfono”, señaló un viejo teléfono plegable en una base junto a la pared, “sirve para hacer llamadas. Tienes un tatuaje en el brazo que costó más que mi primer coche. ¿Mis tatuajes?” Se remangó la camisa para mostrar un ancla azul descolorida. “Me lo hice en la Marina. Vino con pesadillas, no con un plan de pagos”.
Sentí que se me subía el color a la cara. “¿Entonces qué, se supone que tengo que ser miserable?”
“¡No eres miserable!”, ladró. “Simplemente eres un blando. Ustedes, los jóvenes, quieren la recompensa sin el esfuerzo. Quieren la casa, pero no renuncian al café de 7 dólares. Quieren libertad financiera, pero pagan 28 dólares por una hamburguesa porque están demasiado ‘cansados’ para abrir una lata de sopa”.
Se acercó a su viejo escritorio y sacó una pequeña libreta de ahorros con tapas de vinilo. La tiró sobre la mesa. Era la libreta de su cuenta de ahorros.
La abrí.
El saldo me revolvió el estómago. Con su pensión de la fábrica y la seguridad social, este hombre que vivía a base de sopa enlatada y café instantáneo había ahorrado más de 280.000 dólares.
Miré el saldo. Miré mi teléfono, que seguía con la aplicación de reparto abierta. Miré los 9 dólares que me quedaban de mi hamburguesa de 28 dólares.
Frank recogió su plato con las sobras.
“Tienes razón, Alex”, dijo, dirigiéndose a la cocina. “Compré esta casa con un solo sueldo. Pero tampoco tenía 47 suscripciones, coches de alquiler ni batidos de ‘apoyo emocional'”.
Se detuvo en el umbral y miró hacia atrás, clavando la mirada en mí.
“No tienes un problema de ingresos. Tienes un problema de gastos. No eres pobre. Simplemente estás pagando una suscripción para aparentar ser rico”.
Por Chihuahua Es Cultura
